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El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí

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HOMILÍA

XIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Ciclo A

2 Re 4, 8-11. 14-16; Rom 6, 3-4. 8-11; Mt 10, 37-42.

 

“El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí” (Mt 10, 38).

 

In láak’e’ex ka t’aane’ex ich maaya, kin tsikike’ex yéetel ya’abach ki’imak óolal. Ma’ tu láakal máax ku k’ubik u kuxtal u ti’al u bis u ki’iki T’aanil Yuumtsil, chen ba’ale’ Jesús ku ya’alike’ le máax ku k’aamik le ku túuxtik, táan u k’amik Jesús, yéetel ma’ u p’áatal xma’ bo’oli’ le máax chen u luuch ja’ ku ts’aik ti’ le máax ku túuxtiko’.

 

 

Muy queridos hermanos y hermanas, los saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor, en este decimo tercer domingo del Tiempo Ordinario.

 

Comencemos por la segunda lectura, tomada de la Carta del apóstol san Pablo a los Romanos, misma que vamos siguiendo domingo a domingo. En el pasaje de hoy, el Apóstol nos llama a tomar muy en serio nuestra condición de bautizados, como una realidad que le debe dar forma a nuestra existencia. Esto implica tomar nuestro bautismo, desde aquel momento de nuestra primera infancia, trayéndolo a nuestra edad adulta, para entender lo que implica y esforzarnos por vivir en consecuencia.

 

Dice san Pablo: “Por el bautismo fuimos sepultados con él en su muerte, para que, así como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros llevemos una vida nueva” (Rom 6, 4). Revisemos cuáles áreas de nuestra vida tienen que ser actualizadas para que sean abarcadas por nuestra condición de bautizados. El ser cristianos debe implicar toda nuestra existencia, no sólo una hora los domingos, sino abarcando todos los criterios de pensamiento, el cauce de nuestros sentimientos, así como la concordancia de nuestras palabras y acciones con las enseñanzas de Jesús.

 

Nunca es demasiado tarde para renovar nuestra vida y hacerla concordar con la realidad de nuestro bautismo. La propuesta del Señor a través de Pablo para tu vida y mi vida, no es la mediocridad, sino la radicalidad. Dice: “Lo mismo ustedes, considérense muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rom 6, 11). La pandemia que vivimos ofrece una gran oportunidad para repensar nuestra vida delante de Dios, tanto como el lugar que le hemos dado a Él en nuestra existencia.

 

El santo evangelio, según san Mateo, que también vamos siguiendo poco a poco, domingo a domingo, nos habla igualmente de la radicalidad de vida de los discípulos de Jesús para la misión que se les encomienda, así como también del papel que juegan los demás a quienes les toca apoyar la misión de estos discípulos.

 

Jesús pide ser amado más de lo que amamos a nuestros padres o a los hijos, tocando así los afectos más fuertes y auténticos de nosotros los humanos. Dice: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí” (Mt 10, 27). Poner el amor a Jesús por encima de cualquier afecto, no significa dejar de amar a nuestros familiares, sino que, al contrario, implica cualificar nuestros afectos. Con Jesús y por Jesús, amamos mejor a nuestros padres y a los hijos, así como a cualquier otro familiar o amigo.

 

Sin embargo, a veces, por amar a Jesús, tenemos que renunciar al afecto legítimo para actuar con toda libertad en el servicio al Evangelio. Si hay quienes se alejan de sus padres por su matrimonio o por simples motivos de trabajo, ¡cómo no vamos a aceptar alejarnos por causa del Evangelio! A los padres también les toca desprenderse de sus hijos para que sigan su camino de servicio al Señor y a su Iglesia. En esta demanda, Jesús está afirmando su divinidad, pues el mandamiento dice: “Amarás al Señor con todo tu corazón, con toda tu mente, con todas tus fuerzas” (Mt 22, 37); esto supone de verdad, darle el primer lugar a Dios en nuestros amores.

 

El que quiera seguir a Jesús y, al mismo tiempo, tener éxito en el sentido que lo entiende el común de la gente, está equivocando el camino, pues él invita a quien lo siga, a tomar su cruz y seguirlo; a estar dispuesto hasta perder la vida por él. Dice: “El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que salve su vida la perderá y el que la pierda por mí, la salvará” (Mt 10, 38-39). Es totalmente incorrecto el ver la vida sacerdotal, religiosa o el ministerio diaconal como una carrera en la que se puede ascender o que sirva para enriquecerse. El que así piense, está totalmente fuera del espíritu del llamado de Jesús.

 

Después Jesús se refiere a todas aquellas personas que reciban a uno de sus enviados para atenderlo en sus necesidades y dice que quien lo reciba, lo recibe a él en persona. Aquí podemos referirnos a la primera lectura, tomada del Segundo Libro de los Reyes, cuando una mujer, con el consentimiento y apoyo de su esposo, invita a comer al profeta Eliseo, posteriormente, cada vez que el profeta pasaba por ese lugar llegaba a esa casa a comer. La mujer quiso hacer algo más por el profeta, y con la ayuda de su marido, le construyeron una habitación para que se quedara a descansar cuando pasara por ahí.

 

Más adelante, ya estando un día descansando en aquella habitación, el profeta quiere hacer algo por aquel matrimonio, y al enterarse de que no habían podido tener hijos, Eliseo le hace a la mujer un anuncio profético diciéndole: “El año que viene, por estas mismas fechas, tendrás un hijo en tus brazos” (2Re 4, 16). Claro que, el don de engendrar a un hijo, les vino del poder y del amor de Dios, en correspondencia por el bien hecho a su profeta.

 

Dios nunca se deja ganar en generosidad. Ya desde el Antiguo Testamento recompensaba a quienes recibían y atendían a un profeta por ser profeta. Ahora Jesús lo anuncia para quienes reciban a sus enviados, diciendo: “El que recibe a un profeta por ser profeta, recibirá recompensa de profeta; el que recibe a un justo por ser justo, recibirá recompensa de justo” (Mt 10, 41). Jesús promete la misma recompensa del profeta y del justo, a quien los reciba por ser sus enviados; y todavía lo subraya con estas palabras: “Quien diere, aunque no sea más que un vaso de agua fría a uno de estos pequeños, por ser discípulo mío, yo les aseguro que no perderá su recompensa” (Mt 10, 42).

 

Fijémonos bien que Jesús no habla de riquezas o de grandes regalos, habla sólo de hospitalidad y de dar, aunque sea tan sólo un vaso de agua fría, a sus discípulos. Así es que hasta los pobres pueden ganar esta recompensa prometida por Jesús, y de hecho la ganan porque muchos pobres suelen ser muy hospitalarios y generosos con quienes los evangelizan.

 

Para los ministros de Dios es una gran responsabilidad el no abusar de este buena fe y generosidad de la gente, sean pobres o de cualquier posición económica. De todo lo que recibimos tendremos que dar cuentas al Señor, pues quien abuse buscando los bienes de la gente, comete un grave pecado que se llama Simonía, que no quedará sin el castigo del Señor. Por el contrario, la gente que movida por su fe reciba a Cristo en la persona de sus ministros, no quedará sin recompensa.

 

Mucha gente por su fe, reconoce la grandeza del don del sacerdocio, del diaconado o de la vida religiosa. Especialmente en México los católicos suelen respetar y querer mucho a sus ministros y religiosas. Pero no debemos olvidar la grandeza y dignidad de todo el pueblo de Dios, es decir, de todos los laicos. Hoy la aclamación antes del evangelio nos trae las palabras del apóstol san Pedro en su Primera Carta, que dicen: “Ustedes son linaje escogido, sacerdocio real, nación consagrada a Dios, para que proclamen las obras maravillosas de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pe 2, 9). Eso son todos ustedes, hermanos laicos, y quien tiene conciencia de esta dignidad, se esforzará por evitar todo pecado.

 

Que tengan una muy feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!

 

 

 

+ Gustavo Rodríguez Vega

Arzobispo de Yucatán