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Hombre de poca fe, ¿porqué dudaste?

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HOMILÍA

XIX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Ciclo A

1 Re 19, 9. 11-13; Rom 9, 1-5; Mt 14, 22-33.

 

“Hombre de poca fe, ¿porqué dudaste?” (Mt 14, 31).

 

In láak’e’ex ka t’aane’ex ich maaya, kin tsikike’ex yéetel ki’imak óolal. Bejla’e’ u T’aan Yuumtsile’ ku ya’alik to’on u láakal oksaj óolil ti’Jesús. Bey xan ku ya’alik to’on bix je’el u kaxantikba’e’ yéetel Yuumtsile’. Yéetel ku dsáik to’on u ki’ikii” t’aan Kili’ich Pablo, yóolal u yaakunaj ti’ israelitas, yéetel ku beetik k’áatik ti’ to’on tu’ux ku kuchul yaakunaj yéetel et láak’o’ob católicos.

 

Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor, en este domingo décimo noveno del Tiempo Ordinario.

 

En la primera lectura, tomada del Primer Libro de los Reyes, encontramos que el profeta Elías estaba refugiado en una cueva, y que el Señor lo invitó a salir de la cueva para encontrarse con Él. Recordemos que el profeta era perseguido a muerte por su propio pueblo, y que milagrosamente pudo caminar hasta este lugar, gracias al alimento y bebida que el Señor le había dado en el camino, cuando él ya había desmayado.

 

Cuando salió Elías de la cueva al llamado de Dios, hubo un viento huracanado, pero el Señor no estaba ahí. Luego vino un terremoto, pero el Señor no estaba en el terremoto. Después pasó un fuego y el Señor tampoco estaba en el fuego. Finalmente vino una suave brisa y ahí se le presentó el Señor.

 

Este texto parece contradecir a nuestro catecismo, el cual nos dice que Dios está en el cielo, en la tierra y en todo lugar. Pero no es así, no lo contradice, sino que más bien habla de la necesidad humana de la calma, del silencio, de la tranquilidad, para poder reconocer la presencia de Dios. Desde hace unos cincuenta años para acá, se ha puesto de moda un modo de orar que es comunitario, que es de mucho hablar y de mucho canto. Esto le ha favorecido a un gran número para encontrarse con Dios, sin embargo, otros más reclaman soledad y silencio para escuchar la voz del Señor.

 

Creo que todos debemos respetar la espiritualidad de cada uno y el modo de orar que más le favorece a cada quien. Definitivamente el auténtico encuentro con Dios es personal, y tenemos que darle oportunidad al Señor para que Él nos hable en el silencio de nuestro corazón.

 

La vida moderna es de mucho ruido; hay quien hasta le tiene miedo a estar sólo y sin aparatos de comunicación. Para algunos es una tragedia estar un día sin celular. Ojalá que este tiempo de pandemia nos dé oportunidades frecuentes para estar a solas con el Señor, ahí en tu recámara, cuando estés solo en tu hogar o cuando te dirijas a tu trabajo, busca la presencia de Dios y Él te acompañará. Puedes rezar lo que quieras, pero luego quédate callado. Si acaso, repite una y mil veces la misma jaculatoria, pero deja que el Señor te hable.

 

Como hemos escuchado en el evangelio, los apóstoles pudieron reconocer la divinidad de Cristo, sólo hasta que el viento se calmó. Antes creían que era un fantasma el que venía hacia ellos caminando por las aguas.

 

En el santo evangelio de hoy, según san Mateo, luego de la multiplicación de los panes, Jesús despide a la gente, mientras los discípulos se adelantan en la barca a cruzar el lago. Jesús permanece en el lugar para cumplir su intención de estar a solas para orar y meditar sobre la muerte del Bautista. Ahí está el ejemplo del mismo Jesús, apartándose de todo y de todos para estar a solas con su Padre. No tengas miedo a la soledad, gózala en la compañía de Aquel que encontrarás en todas partes y a todas horas.

 

A la madrugada, los discípulos enfrentaban el viento que les era contrario y les sacudía la barca, y ven a Jesús que viene caminando hacia ellos, y lo confunden con un fantasma. Ellos daban gritos de terror, y él trataba de tranquilizarlos diciéndoles: “Tranquilícense y no teman. Soy yo” (Mt 14, 27).

 

Pedro toma el liderazgo de la confianza en Jesús y le pide: “Señor, si eres tú, mándame ir a ti caminando sobre el agua. Jesús le contestó: Ven” (Mt 14, 28-29). Pedro bajó de la barca y comenzó a caminar sobre las aguas hacia Jesús, pero al sentir el viento fuerte sintió miedo y comenzó a hundirse; entonces le gritó al Señor pidiendo que lo salvara, y Jesús le tendió la mano y le dijo: “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?” (Mt 14, 31). No sé a ustedes, pero a mí me parece fuerte el reproche que Jesús le hace a Pedro, el cual creo que tuvo mucha fe al bajarse de la barca y caminar hacia Jesús. ¿Quién de nosotros lo hubiera hecho? Ciertamente, ningún otro apóstol lo intentó.

 

Pero no es que Jesús sea injusto con Pedro, lo que pasa es que él quiere toda la fe, no sólo mucha, sino fe total y perseverante. Esa totalidad y perseverancia en la fe, lo es en bien de nosotros mismos. No basta tener mucha, necesitamos fe total y perseverante. Pedro puso atención al viento fuerte en lugar de perseverar en contemplar el rostro de Jesús. El viento fuerte de esta pandemia del COVID-19 nos puede llenar de pánico, por lo que es necesario seguir mirando a Jesús con confianza.

 

Cuando se subió a la barca, junto con Pedro, el viento se calmó. Todos los que estaban en la barca estaban asombrados por la multiplicación de los panes, por ver a Jesús caminar sobre las aguas, por hacer caminar a Pedro sobre las aguas y por calmar al viento, por todo esto lo reconocen diciéndole: “Verdaderamente tú eres el Hijo de Dios” (Mt 14, 33).

 

En la segunda lectura, tomada de la Carta a los Romanos, san Pablo nos da un testimonio verdaderamente impresionante del amor que sentía por sus hermanos judíos. Ya sabemos que él dedicó casi la totalidad de su ministerio a predicarle a los paganos, pero eso fue por un llamado especial del Señor. Además, en cada pueblo que llegaba, comenzaba por buscar la sinagoga judía, o el lugar donde los judíos se reunieran para orar, y ahí predicaba a Cristo. La gran mayoría de los judíos rechazaban su predicación, y sólo unos cuantos eran los que se bautizaban. Entonces, sólo entonces, se dirigía a los paganos.

 

Pero el Apóstol siempre amó a su pueblo, y sufrió al ver que no se abrían al Evangelio. Lo que dice en este pasaje, verdaderamente eriza la piel. Dice: “Hasta aceptaría verme separado de Cristo, si esto fuera para bien de mis hermanos, los de mi raza y de mi sangre, los israelitas” (Rom 9, 3). Esto significa que él preferiría ir eternamente al infierno si eso sirviera a la salvación de los israelitas. Esto es la máxima expresión del sentido comunitario. Todo lo contrario del pensamiento individualista que impera en nuestro tiempo.

 

Incluso esto supera el pensamiento del mundo de los negocios de hoy, en el que hay una frase en boga, que es el “Ganar-ganar”. En un buen negocio se tienta al competidor proponiéndole un acuerdo en el que ambos salgan ganando. En cambio, Pablo se ofrece a perder, con tal de que ellos, sus hermanos israelitas, sean ganados para Cristo.

 

Todos sabemos de los enormes sacrificios que un padre o una madre aceptarían por sus hijos, incluso hasta dar la vida; pero estar dispuesto a dar la vida eterna por aquellos que lo habían rechazado, eso sí que es un ejemplo muy difícil de superar. Cabría preguntarnos cada uno de nosotros: ¿Qué tanto amo a mis hermanos católicos, a los miembros de mi Iglesia? ¿Qué sentido de pertenencia tengo? ¿Qué tanto amo a mi patria, a mi estado, a mi ciudad? De un buen cristiano se espera un profundo sentido político, es decir, un gran compromiso por el Bien Común.

 

¡Sea alabado Jesucristo!

 

+ Gustavo Rodríguez Vega

Arzobispo de Yucatán