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Una lección aprendida, por José Miguel Rosado

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Una lección aprendida
Hace siete años, cuando vi frustrada mi aspiración por ser consejero alumno de la Escuela Preparatoria Uno y, recurrí, a ciertas personas, amigos, para que le hicieran saber mi caso al rector de la Universidad Autónoma de Yucatán, con la finalidad de que se “pasara por alto” el punto de promedio que me hacía falta para alcanzar el ochenta y, así, pudiera participar en el proceso de elección estudiantil. Días antes de la fecha establecida para llevarse a cabo dicho proceso, me encontraba en clase, hecho inusual por aquellos días, cuando recibí una llamada de la secretaria particular del señor rector, la que me dijo: “José Miguel, te espera el rector en su oficina a las nueve de la mañana de hoy”.

Tomando en cuenta que me encontraba tomando clase y eran aproximadamente las siete y media de la mañana, resultaba complicado solicitar permiso al maestro en turno, pues pensé ¿qué le diré? ¿Qué me espera el rector en poco más de una hora? No iba a parecer muy creíble, menos tratándose de un joven que cursa el segundo grado de preparatoria. Por lo que opté por la opción más viable: mentir; inventé que por actividades del consejo estudiantil “debía” salir, de cualquier modo, la mayoría de mis maestros estaban acostumbrados a ese muy recurrido pretexto… perdón, argumento. Con esa treta salí de la escuela, tomé el autobús y me dirigí al centro de la ciudad, luego al Edificio Central de la Universidad.

Cuando llegué a la rectoría, me pasaron a la antesala y tomé asiento; esperé poco más de media hora. Mientras esperaba, debo admitir, que los nervios se apoderaban de mí, sudaba y me pregunté: ¿qué me dirá? ¿Qué le diré? ¿Aceptará o no? ¿Cómo dirigirme a un rector? Para mí, hasta ese momento, una figura inalcanzable y a la cual, hasta el día de hoy, le guardo profundo respeto.

Estaba a punto de elucubrar cuando me llamaron. El momento que tanto había esperado había llegado. Me hicieron pasar a la oficina del rector, dónde me recibió amistosa y cordialmente y me atendió en la pequeña sala que ahí dispone. Al fondo, observaba un cuadro donde el rostro de Felipe Carrillo Puerto sobresalta de las demás figuras del dibujo.
Un librero muy grande, con libros de casi todas las áreas del conocimiento y antecediéndoles, adornos y representaciones de diversos motivos, sin embargo, al costado poniente de la inmensa pieza, destacaba una flamante bandera de México con el nombre de Universidad Autónoma de Yucatán, bordado en hilos de oro.

Ahí estaba, el estudiante de segundo grado de preparatoria decidido a que el recto cediera, a lo que hoy llamo, capricho. Abrí la conversación explicando que “quería ser consejero de la Preparatoria Uno para ayudar a mis compañeros estudiantes” y, en el mismo tenor, continué hasta llegar al punto de casi, exigir que me dejase participar como candidato. Al terminar de argumentar mis razones, el rector, con la bonhomía que le caracteriza, me respondió:
“He visto la trayectoria de servicio que has tenido y estoy seguro que eres un joven valioso; precisamente lo que la Universidad busca es formar jóvenes, que como tú, pretendan apoyar a sus compañeros y a la institución”.
Cuando me dijo eso, mis ojos brillaron hasta el momento en que dijo: “Sin embargo, te quiero decir que ni siquiera yo, puedo ni debo violar el estatuto de la Universidad”.
Por supuesto, como buen adolescente inmaduro y más voluntarioso que hoy, no podía creer lo que sucedía. ¿Qué el jefe de toda la Universidad me dijera eso? ¿Cómo es posible?
No me cabía la idea de que me sería imposible participar para lograr algo por lo que había trabajado poco más de un año o por lo menos así lo sentí en ese momento.
Pero no terminó ahí, pues también me dijo: “Si lo que deseas es servir y colaborar con la Universidad, te propongo que vengas aquí para que conozcas y aprendas lo que se hace en beneficio de los estudiantes”.

Por alguna absurda razón, me sentía superman, y viéndome “indignado”, insistí en que yo, debía ser candidato para consejero alumno y que, no acepto otra cosa que no sea mi petición. El rector, sereno y mirándome con cierta ternura, a pesar de mi actitud, me reiteró la invitación: “piénsalo, José Miguel”.
Pasaron casi dos años antes de que entendiera el grave error que había cometido por mi intemperancia. Por lo que decidí aceptar la invitación del rector para colaborar en dónde él decidiera, en la infinita labor universitaria. Sin preguntarme nada, el rector me aceptó y fue, así, como comencé a colaborar en nuestra Máxima Casa de Estudios como becario en la Coordinación de Planeación.

Hoy, después de cinco años, comprendí la enorme lección que el rector me había enseñado.
Entendí que para que una institución como la UADY funcione es necesario que hasta sus máximas autoridades respeten sus reglamentos y estatutos, que ninguna norma está sujeta al capricho ni al deseo de persona alguna y que, si el rector de la Universidad es respetuoso de ello, todos los demás debíamos seguir su ejemplo.

También entendí que la vida tiene sus propios métodos y que no siempre podemos ni debemos esperar obtener todo lo que queremos, pero siempre luchar por nuestros objetivos, conscientes de que existen múltiples factores que no dependen de nosotros y más aún siendo joven; condición que en ocasiones nos domina y halla incontrolables nuestros ímpetus.

En estos cinco años he logrado y he aprendido más de lo que imaginé que si hubiera sido consejero alumno de la Escuela Preparatoria Uno pues por alguna razón se dieron de esa forma los sucesos, más, sigo pensando que, la razón principal fue gracias a la visión del doctor Alfredo Dájer Abimerhi, quien con sabiduría y aquella muestra de rectitud, me supo guiar y con ello, ayudarme a encontrar mi camino. Un camino que, yo llamaría, el de la trascendencia social.
José Miguel Rosado Pat