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Campamento mexicano símbolo de miseria de migrantes se vacía con llegada de Biden

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Imagen de archivo de la inmigrante hondureña Blanca Urrutia, que busca asilo en EEUU, junto a sus hijos en el campamento migratorio de Matamoros, México. 19 febrero 2021. REUTERS/Daniel Becerril

7 mar (Reuters) – Un extenso campamento en la ciudad mexicana de Matamoros, justo en la frontera con Texas, ha sido desde 2019 uno de los recordatorios más poderosos del costo humano que tuvo el empeño del expresidente Donald Trump de mantener a los migrantes fuera de Estados Unidos.

El campamento se ha reducido a unas pocas docenas de residentes en los últimos días, después de que a cientos de solicitantes de asilo que vivían allí se les permitiera finalmente cruzar la frontera para proseguir con su pedido para permanecer en Estados Unidos.

El presidente Joe Biden revocó el mes pasado el programa conocido como Protocolos de Protección de Migrantes (MPP), que había obligado a los solicitantes de asilo a esperar en México.

La esposa de Biden, Jill, visitó el campamento durante la campaña presidencial del año pasado para ser testigo de primera mano de las difíciles condiciones en las que vivían los migrantes.

“Si no hubiera estado este campamento, creo que nunca hubiera acabado el MPP”, dijo Óscar Borjas, un solicitante de asilo hondureño y uno de los últimos residentes que quedan en el lugar.

Al igual que cientos de solicitantes de asilo expulsados de Estados Unidos a esta ciudad asolada por la delincuencia, Borjas empezó a dormir por miedo y necesidad cerca del puente internacional que cruza el Río Grande, pero también porque él y otros migrantes querían hacer visible el costo humano del programa MPP.

“Estábamos ahí para que nos vieran que estamos, que no era justo lo que hicieron a nosotros”, dijo.

Hasta el viernes se había permitido entrar en Estados Unidos a unas 1,127 personas del programa MPP de México desde que Biden revirtió esa política el mes pasado. Más de la mitad procedía del centro en Matamoros, según la agencia de Naciones Unidas para los refugiados.

El campamento, que llegó a albergar a más de 3,000 personas, está ahora prácticamente desierto, excepto por algunos a los que se les ha denegado la entrada en Estados Unidos, dijo Borjas.

“No sé qué hacer, no puedo regresar”, dijo Borjas, quien afirmó que enfrenta la amenaza de ser asesinado en Honduras por apoyar a un partido de oposición.

“UNÁMONOS”

La administración Trump promocionó el programa MPP como parte de sus exitosos esfuerzos para reducir la inmigración y cortar lo que llamó solicitudes de asilo fraudulentas.

Desde 2019, la medida empujó a más de 65,000 migrantes de vuelta a México mientras sus casos de asilo se complicaban en los tribunales estadounidenses. La mayoría renunció a esperar y abandonó México. Miles más se amontonaron en refugios o apartamentos, desapareciendo de la vista.

Pero en Matamoros, con escasos recursos para los migrantes, las familias optaron por dormir en la plaza al pie del puente.

“Decimos ‘nos unimos’ y ahí empezó el campamento de Matamoros”, cuenta el asilado hondureño Josué Cornejo, quien fue devuelto a Matamoros junto con su esposa y sus hijos en agosto de 2019.

Los padres movían cartones para evitar que el calor que irradia del pavimento quemara la piel de sus hijos. Los hombres formaron una guardia.

Llegaron socorristas. También lo hicieron los grupos criminales de Matamoros, que repartían palizas y sustraían las donaciones, dicen los migrantes.

A medida que la población del campamento crecía, las tiendas de campaña se extendían desde la plaza hasta las orillas arboladas del Río Grande, donde los migrantes desafiaban la contaminación y las corrientes subterráneas para bañarse y lavar su ropa.

Los migrantes se resistieron a los esfuerzos del gobierno federal por alojarlos en un refugio improvisado a kilómetros de la frontera.

La vida echó raíces de una manera que los migrantes dicen que nunca habían esperado, haciendo que la larga espera en México fuera un poco más soportable.

Formaron grupos religiosos, tiendas de distribución de suministros y cocinas con hornos de tierra hechos a mano y cocinas improvisadas con viejas lavadoras.

La nicaragüense Perla Vargas, solicitante de asilo, y otros migrantes pusieron en marcha una escuela en una tienda de campaña en la que impartía clases de música, baile, inglés y español a docenas de niños cada día, incluidos sus dos nietos.

Hubo quinceañeras, romances y al menos una boda.

Consuelo Tomás, una indígena Q’anjob’al guatemalteca solicitante de asilo, dio a luz dentro del campamento y llamó a su recién nacida Andrea en honor a la abuela de la niña, quien murió años atrás tratando de cruzar el desierto de Sonora para llegar a Estados Unidos.

La inseguridad y las penurias reinaban.

El clima oscilaba entre el calor abrasador y el frío glacial. Grupos de derechos humanos documentaron secuestros y violaciones de solicitantes de asilo en Matamoros. De vez en cuando, cuerpos de migrantes aparecían a la orilla del río.

Algunas madres, como la salvadoreña Sandra Andrade, que buscaba asilo, enviaron a sus hijos a cruzar solos la frontera de Estados Unidos de forma ilegal por temor a su seguridad.

“Era una de las decisiones mas difíciles que he tomado, pero quería protegerlos”, dijo.

DE MATAMOROS A WASHINGTON

En ocasiones, el campamento sirvió como plataforma de protestas: desde un bloqueo del puente internacional que detuvo el tráfico durante horas hasta manifestaciones y vigilias de toda la noche en contra de la reelección de Trump.

Aaron Reichlin-Melnick, asesor político del Consejo Americano de Inmigración, dijo que el programa MPP podría haber logrado ocultar la difícil situación de estos migrantes al público estadounidense si no fuera por el campamento de Matamoros.

“Era el único lugar en donde no se podía negar que lo que estábamos haciendo era infligir daño a la gente”, dijo.

El mes pasado, el gobierno de Biden dijo que permitirá a unos 25,000 migrantes en el MPP entrar en Estados Unidos para seguir sus casos. Los residentes del campamento de Matamoros estarían entre los primeros en la fila, añadió.

Animados por la noticia, los migrantes se habían preparado para su partida a finales de febrero: tomaron fotos de despedida y se cortaron el cabello entre sí.

El sonido de la música de bachata sonaba mientras los niños saltaban, ensayando para su último recital de baile. Andrade recogió las pancartas de protesta que le quedaban y distribuyó pares de pequeñas zapatillas donadas.

“Es para que los niños crucen en zapatos nuevos”, dijo.