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Conviden al banquete de bodas a todos los que encuentren

1848

HOMILÍA

XXVIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Ciclo A

Is 25, 6-10; Flp 4, 12-14. 19-20; Mt 22, 1-14.

 

“Conviden al banquete de bodas a todos los que encuentren” (Mt 22, 9).

 

In láak’e’ex ka t’aane’ex ich maaya kin tsikike’ex yéetel ki’imak óolal. Kili’ich Pablo ku ya’alik to’on u ja’al k’abil ti’olal tak’in, ku dsáik nib óolal ti’ le áantaj dso’ok u túuxtaj ti’. Te’ yáax xóok yéetel te’ Ma’alob Péektsilo’ ku ya’alik to’on xan u Ajawil Yuumtsil táan u ket éesik beey jun p’éel nojoch janal, túux tuláaklo’on t’aanano’on. Ko’one’ex bukintik beráa u nok’il le nojoch kinbensaj, Lela Ku dsaik Yúumtsil’.

 

 

Muy queridos hermanos y hermanas los saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor en este domingo vigésimo octavo del Tiempo Ordinario.

 

La primera lectura, el salmo y el evangelio de hoy nos hablan de banquetes. Yo veo que a estas alturas de la pandemia todos estamos deseosos de participar en algún banquete, en alguna buena reunión de familiares o de amigos. Lamentablemente hay familias y amigos que no se han aguantado las ganas y han tenido celebraciones y reuniones, pensando que por ser familiares o amigos no se iban a contagiar; por lo que tristemente, algunos sí se han contagiado precisamente en esos banquetes. Tengamos todavía paciencia, mucha prudencia y precaución. Lo que nuestras autoridades disponen es por nuestro bien.

 

La lectura de Isaías habla de un banquete que el Señor mismo preparará para todos los pueblos, pero será para “aquel día”, se trata del día del Señor, que puede entenderse al final de los tiempos, cuando todos los sufrimientos de este mundo tendrán su fin. Es un banquete universal, no sólo para Israel, sino que todos somos invitados a participar en él, superando todo sufrimiento, incluso superando la barrera de la muerte. De hecho, dice el profeta: “Destruirá la muerte para siempre; el Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros y borrará de toda la tierra la afrenta de su pueblo” (Is 25, 8).

 

Esta lectura con frecuencia la escuchamos en los funerales, para animar la esperanza de los dolientes, y vaya que en estos tiempos hay muchos dolientes. Ahora, en el día del Señor, el domingo, recordando su santa Resurrección, la escuchamos todos, porque todos vivimos en la esperanza de participar en ese banquete. La invitación ya está hecha desde hoy.

 

A quien le gusten las fiestas largas, tenga en cuenta que este banquete es eterno. Dice el salmo 22 que hoy recitamos: “Habitaré en la casa del Señor toda la vida”. El anfitrión de este banquete es el mismo Señor al que le decimos en el salmo: “Tú mismo me preparas la mesa, a despecho de mis adversarios; me unges la cabeza con perfume y llenas mi copa hasta los bordes”. Es bueno que escuchemos estas palabras y las proclamemos en momentos de calma, para que a la hora de las pruebas y de la muerte conservemos la esperanza.

 

La Eucaristía diaria, especialmente la dominical, es el banquete sacramental en el que los cristianos participamos en la esperanza de llegar a celebrar en el banquete eterno del cielo. El nuevo beato Carlo Acutis, que fue beatificado el día de ayer, sábado 10 de octubre, en la Basílica de San Francisco en Asís, donde está sepultado, y que mañana se cumplen catorce años de su muerte, tuvo una devoción extraordinaria por el gusto de participar en el banquete eucarístico. Su fiesta quedó fijada precisamente para el 12 de octubre. Él pidió y se le concedió, recibir la Primera Comunión a los siete años de edad, y desde entonces participó diariamente en la Eucaristía comulgando y permaneciendo para hacer un rato de adoración Eucarística. Así perseveró hasta los quince años cuando falleció. Él acostumbraba decir: “La Eucaristía es mi autopista al cielo”.

 

En el santo evangelio según san Mateo, Jesús se dirige a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo para contarles la parábola sobre el “Banquete de Bodas”. Es muy importante tener presente a quién le dirige Jesús esta parábola. Se trata de un rey que mandó a sus criados a invitar al banquete de bodas de su hijo. Los invitados se resistieron a aceptar, lo cual significa una gran descortesía; pero más aún, algunos se negaban insultando y hasta asesinando a los criados, lo cual significa ponerse en guerra contra el rey. Por eso el rey mandó a sus tropas para que arrasaran contra aquellos malvados.

 

Posteriormente manda a otros criados para que salgan a los caminos e inviten a todos cuantos se encuentren y pasen por ahí. Así se llenó la sala del banquete. Cuando el rey entró a la sala se encontró con uno que no traía el vestido de fiesta y se quedó callado cuando el rey le pregunta sobre su traje de fiesta. Nos puede parecer exagerado el castigo que se le dio a aquel hombre. Dijo el rey: “Átenlo de pies y manos y arrójenlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y la desesperación” (Mt 22, 13). Pero todo se entiende en el contexto del significado de la parábola.

 

El Rey es el Padre celestial; los invitados que no aceptaron son los israelitas, pero particularmente las autoridades del pueblo; los nuevos invitados son los hombres y mujeres de todos los pueblos; el novio es el Hijo de Dios y la novia es el pueblo de Dios, es decir, nosotros. El castigo para el que no lleva el traje de fiesta es la condenación eterna.

 

Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento aparece la figura de las bodas entre Dios y su pueblo, con la cual el Señor nos quiere expresar el gran amor que siente por nosotros. “Muchos son los llamados y pocos los escogidos”, porque para ser escogidos necesitamos llevar puesto el traje de bodas. Ese traje lo vamos tejiendo durante la vida con nuestras obras de fe, de esperanza y, sobre todo, de caridad. Existen muchas personas que, inculpablemente no han conocido a Dios, y por eso no comparten nuestra fe ni nuestra esperanza, pero si hacen caso a su conciencia, pueden tejer su vestido con obras de caridad, haciendo el vestido más precioso a los ojos de Dios.

 

Pasando a la segunda lectura, recordemos que ésta lleva su propia continuidad, y que su mensaje no concuerda necesariamente con el del santo evangelio. San Pablo, que se encuentra prisionero, no en una cárcel según el modelo actual, sino en una casa y con ciertas libertades para recibir visitas, ha recibido una fuerte ayuda económica que le enviaron los cristianos de Filipos, los filipenses.

 

En este pasaje, él agradece la ayuda recibida, pero también da testimonio de su libertad frente al dinero. Dice: “Yo sé lo que es vivir en pobreza y también lo que es tener de sobra. Estoy acostumbrado a todo: lo mismo a comer bien que a pasar hambre; lo mismo a la abundancia que a la escasez” (Flp 4, 12). Y es que su ministerio apostólico le ha hecho pasar por las peores y las mejores situaciones económicas, sin buscar el dinero de nadie. Ojalá todos aprendamos a relativizar el valor de la riqueza, a no desesperarnos ante la escasez y a no perder la cabeza ante la abundancia.

 

Los creyentes siempre han sostenido a sus ministros, y en este tiempo de pandemia un buen número de cristianos generosos de Yucatán nos han apoyado de manera anónima para que la Arquidiócesis pudiera sostener a las parroquias más pobres del Estado durante estos casi siete meses de contingencia. Muchos otros más, a través de nosotros o en forma directa, han hecho llegar su ayuda a todos los hermanos necesitados en nuestro Estado durante este tiempo de pandemia o de tormentas.

 

A todos los que han sido generosos les vienen bien estas palabras del Apóstol: “Sin embargo, han hecho bien ustedes en socorrerme, cuando me vi en dificultades. Mi Dios, por su parte, con su infinita riqueza, remediará con esplendidez todas las necesidades de ustedes, por medio de Cristo Jesús” (Flp 4, 14. 19).

 

A quienes han sufrido con fe durante estos meses, en cualquier forma, enfermedad, pérdida de trabajo o pérdida de un ser querido, les vienen muy bien estas palabras de Pablo, que pueden hacerlas suyas: “Todo lo puedo unido a aquel que me da fuerza” (Flp 4, 13).

 

Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!

 

 

+ Gustavo Rodríguez Vega

Arzobispo de Yucatán