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Se internó en el desierto, donde permaneció cuarenta días y fue tentado por el demonio

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10 de marzo de 2019

HOMILÍA
I DOMINGO DE CUARESMA
Ciclo C
Dt 26, 4-10; Rm 10, 8-13; Lc 4, 1-13.

“Se internó en el desierto, donde permaneció cuarenta días y fue tentado por el demonio” (Lc 4, 1-2). 

Ki’óolal lake’ex ka t’aane’ex ich maya, kin tsik te’ex ki’imak óolal yéetel in puksi’ikal. Bejla’e u yáax domingo’ Cuaresma, Jesús Ku dsa’ak to’on wile’ bix u páajtal k betik u tial má a lúubul ti k’eban, tumen jeé u páajtal  ma’ a beetike.

Muy queridos hermanos y hermanas, los saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor en este primer domingo del santo tiempo de la Cuaresma. Un saludo muy especial a todas las mujeres yucatecas, ya que hace dos días se celebró el día internacional de la mujer. Quiera Dios que crezca entre nosotros el respeto a la dignidad de todas ellas.

Igualmente, un cariñoso saludo a todos los y las catequistas de nuestra Provincia Eclesiástica, de Tabasco, de Quintana Roo, de Campeche y de Yucatán, que están reunidos en su encuentro anual con nosotros, sus respectivos obispos, en Villahermosa, siendo un total de cinco mil.

Como siempre en este primer domingo de Cuaresma, escuchamos el relato de las tentaciones de Jesús en el desierto, en esta ocasión, según san Lucas. Que Jesús sea tentado por el demonio no disminuye en nada su grandeza y dignidad de Dios, sino que más bien revela la realidad de su encarnación, puesto que no hay un solo ser humano que no conozca la tentación.

La libertad no tendría ningún sentido ni objeto, si el ser humano fuera manipulado para escoger siempre el bien. Podemos decir que la tentación es parte esencial de nuestra naturaleza y que sin ella tampoco existiría el verdadero amor humano. La virtud tampoco podría existir sin la tentación, ni el heroísmo, ni el martirio.

El hombre y la mujer que aman, lo hacen eligiendo libremente la obediencia a Dios y a la autoridad humana correspondiente, para tomar la decisión de amar, aunque exista la posibilidad de no hacerlo. Si no existiera esa posibilidad, amar no tendría ningún valor. Cuando la decisión de amar se toma en un momento crucial, de gran importancia y quizá con el riesgo de la vida, entonces hablamos de heroicidad, de martirio o de santidad alcanzada.

Por supuesto que Jesús no conoció pecado, ni tampoco lo conoció la santísima Virgen María, inmaculada desde su concepción; pero ante ambos se presentaban tentaciones, es decir, opciones distintas de la voluntad del Padre, opciones más cómodas y menos riesgosas para sus personas.

Digamos una palabra sobre las tentaciones de María antes de hablar de las tentaciones de Jesús. María no sabía a lo que se arriesgaba al aceptar la encarnación de su Hijo en su vientre, pero lo aceptó, venciendo la tentación de la falta de confianza en Dios. No sabía o no le importaba el riesgo de estar junto a la cruz de su Hijo, pero venció sus temores y así permitió que una espada de dolor traspasara su corazón. De cada uno de los santos de la historia de la Iglesia, si fueron canonizados, no fue porque no tuvieran tentaciones, sino porque lucharon contra ellas y las vencieron.

El evangelio de san Lucas tiene como uno de sus temas principales el subrayar el papel del Espíritu Santo. En este pasaje afirma san Lucas que Jesús salió del río Jordán, luego de su bautismo, lleno del Espíritu Santo, y que el mismo Espíritu lo condujo al desierto. Definitivamente que cuando nosotros nos retiramos por un ratito o por unos días para orar y meditar sobre nuestra relación con Dios y con el prójimo, es el Espíritu Santo quien discretamente nos provoca este deseo y nos ofrece sus dones para realizarlo.

Recordemos que la palabra “Cristo” significa “Ungido”, y ciertamente que Jesús es por excelencia el Ungido por el Espíritu. Si nosotros nos llamamos “cristianos”, es porque somos ungidos también por el mismo Espíritu, que ahora quiere conducirnos para aprovechar las prácticas de la Cuaresma. Consideremos que, aunque el Santo Espíritu a nadie forzará para las buenas prácticas del ayuno, la oración y la limosna, propias de toda la vida cristiana, en la Cuaresma se nos invita a practicarlas más intensamente.

Una reportera me preguntó el Miércoles de Ceniza si los que no ayunan o los que no guardan abstinencia, son pecadores o cometen pecado. Yo le contesté que no nos toca juzgar a nadie, pues sólo Dios es nuestro juez y nos juzgará de acuerdo a nuestra conciencia. Claro que tenemos la responsabilidad de formar nuestra conciencia y que hay cosas que no hemos de tomar a la ligera.

Pero yo me pregunto ¿cómo puede un buen cristiano ignorar todo lo que dice la Escritura sobre el ayuno que debían hacer los israelitas en el Antiguo Testamento? Más aún, ¿cómo puede ignorar el testimonio de Cristo en sus cuarenta días ayunando y en todas sus prácticas de ayuno? ¿Cómo no tomar en cuenta dos mil años de vida de la Iglesia, que siempre ha mandado el ayuno y la abstinencia a sus fieles?

Es cierto que el puro ayuno, vacío de amor hacia Dios y hacia el prójimo, sin justicia para los hermanos, es poco menos que inútil. La práctica del ayuno y la abstinencia se sostienen en la Iglesia como una ayuda segura para la conversión, el arrepentimiento, el crecimiento espiritual y la santificación.

Al término de sus cuarenta días de ayuno, Jesús sintió hambre, ¡cómo no la iba a sentir! Seguramente añoraba la buena comida que su madre le preparaba en Nazaret. Es así como el diablo lo reta diciéndole: “Si eres hijo de Dios, dile a esta piedra que se convierta en pan” (Lc 4, 3). También a nuestros primeros padres el demonio les había dicho que al comer del fruto prohibido no morirían y que serían “como dioses, conocedores del bien y del mal” (Gn 3, 5). La gran tentación para Adán y Eva, como para cada uno de nosotros, era y es no aceptar nuestra realidad humana, el querer ponernos como dioses por encima del bien y del mal, como jueces absolutos.

La tentación para Jesús es romper con su decisión de encarnarse y compartir todas las realidades humanas, menos el pecado, y ciertamente el hambre es una realidad muy humana. Si Jesús renunciaba a su encarnación renunciaría también a la redención. Por eso nunca realizó un milagro en favor de sí mismo, sino siempre en favor de un creyente, si eso favorecía a aumentar su fe y la de los demás que lo atestiguaban.

La verdad es que cometer pecados no nos humaniza, sino al contrario, nos deshumaniza. Por eso es falso lo que aquella canción enseñaba, de que “el que no ha pecado no ha sido humano”. El más humano de todos los hombres es Cristo Jesús, y la más humana de todas las mujeres es su Madre y nuestra Madre, María. Vivir intensamente la Cuaresma nos humaniza, lo mismo que aceptar que: “No sólo de pan vive el hombre” (Lc 4, 4), porque hay verdaderas necesidades espirituales, que muchos desconocen o que incluso ignoran voluntariamente.

Luego, el demonio le muestra a Jesús todos los bienes del mundo y la gloria de lo material, pero Jesús desde que entró en este mundo, lo hizo desde la pobreza. Lo más rico de este mundo hubiera sido nada ante su grandeza. De todos modos, quiso una pobreza mayor que la que tenían sus padres, para enseñarnos la superioridad que tienen los pobres ante Dios, y la aspiración que debemos tener por los bienes auténticos.

El demonio le pide a Jesús adoración a cambio de colmarlo de riquezas, y no es casual que, quienes se dedican al mal y buscan la riqueza a como dé lugar, aunque sea transgrediendo cualquier ley, sean personas que adoren al demonio, consciente o inconscientemente.

Nuestro actual Presidente ha escogido en su gobierno luchar por acabar con la corrupción en México, y nosotros como cristianos, independientemente de lo que pueda lograr este gobierno, cada uno en nombre de Cristo, hemos de rechazar toda forma de corrupción en nuestro estilo de vida. Porque también está escrito: “Adorarás al Señor tu Dios, y a Él sólo servirás” (Lc 4, 8), y el Papa Francisco nos ha enseñado que el dinero está hecho para servir, no para ser servido.

Finalmente, el demonio le propone a Jesús un mesianismo espectacular. Tirándose desde el pináculo del templo, los ángeles vendrían a rescatarlo y todo mundo lo vería y aplaudiría admirado. Cuántas mamás, lejos de enseñarles a sus hijos la fe y cómo han de rezar, les importa más que los vean y les aplaudan como artistas encaminándolos hacia el culto de su ego, que luego es difícil de corregir. Cuántos adolescentes y jóvenes buscan la popularidad en las redes sociales, hasta llegar a exponer su cuerpo sin pudor, con grandes riesgos para su persona. Antes de preocuparnos por cómo nos vean los demás, démonos cuenta de que siempre estamos bajo la mirada de Dios. A un buen cristiano sólo eso le debe importar. Escrito está: “No tentarás al Señor tu Dios” (Lc 4, 12).

La primera lectura tomada del Libro del Deuteronomio, nos presenta la confesión de fe que deberá hacer todo israelita al presentarse cada año con las primicias de sus cosechas en el templo del Señor. Básicamente esta confesión consiste en creer que honra al mismo Dios que liberó a su pueblo de la esclavitud de Egipto, mismo que acompaña la historia de su pueblo. San Pablo, en su carta a los Romanos, invita a creer de corazón y a manifestar con la boca nuestra fe.

Que nuestra fe se vea fortalecida por las prácticas cuaresmales. Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!

 

+ Gustavo Rodríguez Vega

Arzobispo de Yucatán