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Simón, hijo de Juan, ¿me amas?

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HOMILÍA

III DOMINGO DE PASCUA

Ciclo C

Hch 5, 27-32. 40-41; Ap 5, 11-14; Jn 21, 1-19.

 

“Simón, hijo de Juan, ¿me amas?” (Jn 21, 15)

 

                In láak’e’ex ka t’aane’ex ich maya kin tsikike’ex yéetel ki’imak óolal. U óxp’eel domingo ti’ Pascua, le Ma’alob Péektsila’, ku ye’esik to’on u Ye’esikuba Ki’ichkelem Yuum ti’ u aj kambalo’ob. Beyxan ku Ts’o’okol junp’éel Kiili’ich Chuk Kay, ku ye’esik nojoch janal yéetel u discípulos bey Eucaristía. U Ts’o’oke’ Jesús ku ya’alik tu ka’aten ti’ Pedro u meyaje’ u ti’al u kanáantik u taamano’ob. Junp’éel k’áat’ chi’ ku beetik ti’ Pedro, bejla’e’ ku k’áatik ti’ to’on: Jach a yaabilmen ken u láak’o’obo?

 

 

                Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor en este tercer domingo del tiempo de Pascua. Hoy quiero enviar un saludo especial a todos los niños, pues, aunque ayer fue su día, seguramente hoy todavía los siguen celebrando en su familia. Niños, niñas sean santos: nada da más gozo que la amistad de Jesús.

 

                También saludo a todos los obreros y demás trabajadores en el día del trabajo. Esta fecha del primero de mayo se eligió en 1889, al celebrarse el Congreso Obrero Socialista, recordando a los mártires de Chicago que murieron defendiendo sus derechos laborales.

 

                Aquel movimiento enfrentaba a los patrones y a los trabajadores como enemigos irreconciliables, mientras que la Iglesia, con su Doctrina Social, ha mantenido un camino pacífico con motivaciones desde el Evangelio y toda la Sagrada Escritura, para que ambos sectores se vean y se traten como verdaderos hermanos actuando en la justicia y la caridad cristianas.

 

                El primero de mayo de 1955, el Papa Pío XII propuso a los obreros reunidos en la Plaza de San Pedro tomar a san José Obrero como su santo patrono; así desde entonces hoy se celebra a san José Obrero. Jesús era conocido como “el Hijo del carpintero”, y él nunca se avergonzó de su padre en la tierra. No nos avergoncemos nunca de provenir de nuestros orígenes, mucho menos de un santo trabajador, como lo fue el señor san José.

 

                El trabajo, más allá de la necesidad económica, está unido a la naturaleza humana, pues todo hombre se siente útil siendo productivo, teniendo la oportunidad de hacer algo por los demás. Ya lo he dicho en otras ocasiones: el trabajo es una oportunidad para servir a los hermanos, para alabar a Dios y para alcanzar diariamente nuestra santificación.

 

                Después de la resurrección de Jesús, los apóstoles sintieron la necesidad de volver un poco al trabajo de siempre, pues su labor evangelizadora sólo comenzará hasta la llegada del Espíritu Santo. Es lo que hoy nos narra el santo evangelio según san Juan. Pedro tomó la iniciativa diciendo: “Voy a pescar”, y los discípulos que estaban con él le contestaron: “También nosotros vamos contigo” (Jn 21, 3). Hay que tener presente que el trabajo es al mismo tiempo oración si se ofrece y se realiza de manera honesta. Se puede trabajar sin interrumpir nuestra oración.

 

                Estuvieron toda la noche trabajando, pero no pudieron pescar absolutamente nada. Cuando estaba amaneciendo, Cristo resucitado se les manifestó desde la orilla del lago, pero no lo reconocieron. Les habló en forma muy familiar gritándoles: “Muchachos, ¿han pescado algo?” (Jn 21, 4). Fue hasta después de esta nueva pesca milagrosa cuando lo reconoció el apóstol san Juan, quien era el más joven.

 

                Les dijo Juan: “Es el Señor” (Jn 21, 7). Al escuchar esto, Pedro se lanzó al agua para llegar hasta la orilla nadando, pues no podía esperar más para encontrarse con Jesús. Era el discípulo amado quien reconoció a Jesús. Sólo quien ama al Señor y se sabe amado por él, podrá reconocerlo a cada paso en su vida.

 

                Continúa el trato familiar de Jesús, quien ya les tenía unas brasas encendidas, y sobre ellas le tenía un pescado y pan. Les dijo: “Vengan a almorzar” (Jn 21, 12). Esta era la tercera aparición de Jesús resucitado. Aquel almuerzo fue un convivio muy fraterno, que podemos imaginar, pero nuestros pescadores en Yucatán lo podrán imaginar con mayor facilidad. Es un signo eucarístico, pues dice Juan: “Tomó el pan y se lo dio” (Jn 21, 13). Cada Eucaristía es un banquete sagrado y un convivio entre hermanos. Hagamos de cada comida en familia o entre amigos un encuentro de alegría y de cordialidad.

 

                Después de almorzar, Jesús sana espiritualmente a Pedro del recuerdo de sus tres negaciones, preguntándole por tres ocasiones si lo amaba, y ante la respuesta positiva de Pedro, Jesús le ratificaba la misión: “Apacienta mis corderos… Apacienta mis ovejas” (Jn 21, 15). Hoy esa pregunta ya no es para Pedro, sino para ti, para cada uno de nosotros. Jesús te pregunta: “¿Me amas?”. El seguimiento de Jesús es ante todo una cuestión de amor, más que de un simple cumplimiento.

 

                En el libro de los Hechos de los Apóstoles, en la primera lectura de hoy, hay una gran enseñanza, que debiera ser una ley en la vida de cada uno de nosotros. Cuando el sumo sacerdote les llamó la atención a los apóstoles preguntándoles por qué les habían desobedecido la orden de ya no predicar sobre Jesús, ellos respondieron por boca de Pedro: “Primero hay que obedecer a Dios y luego a los hombres” (Hch 5, 29).

 

                Sobre la autoridad de un mandatario, sobre la autoridad de un superior militar, sobre la autoridad de las modas, sobre la autoridad de lo que digan tus amigos y compañeros, sobre cualquier otra autoridad, está la AUTORIDAD de DIOS. Por eso, cada día, cada momento, en cada circunstancia hemos de preguntarnos si lo que hacemos es la voluntad del Señor.

 

                Cuidado con la respuesta que hoy en día muchos dan: “Es que yo ‘siento’ que está bien”. Hay que añadir la inteligencia y la voluntad a nuestras decisiones, buscando en la palabra de Dios y en las enseñanzas de la Iglesia dónde está lo correcto, pues la moda del “sentir” resulta hasta peligrosa al tomar decisiones. Por sus palabras, los apóstoles recibieron azotes, y, sin embargo, salieron muy contentos “de haber padecido aquellos ultrajes por el nombre de Jesús” (Hch 5, 41). ¿Qué estamos dispuestos a sufrir nosotros por el nombre de Jesús?

 

                En la segunda lectura, tomada del Libro del Apocalipsis, san Juan nos habla de su visión del cielo, misma que tuvo durante su contemplación, en la cual veía a Dios sobre su trono y al Cordero junto al trono de Dios. Por supuesto que el Hijo de Dios es el Cordero de Dios, tal como años atrás Juan lo pudo escuchar de labios del Bautista, quien le dijo: “Ese es el Cordero de Dios” (Jn 1, 29).

 

                También contempló a veinticuatro ancianos sentados en sus tronos, los cuales representaban a los Doce Patriarcas y a los Doce Apóstoles. Esta visión de los ancianos representa la continuidad del Pueblo de Dios entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, así como la solidez de las promesas del Señor a su Pueblo. La historia la guía el Señor, aunque de momento no entendamos algunas cosas.

 

                Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo resucitado!

 

+ Gustavo Rodríguez Vega

Arzobispo de Yucatán

 

 

 

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