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Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen

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HOMILÍA

XXVI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Ciclo C

Am 6, 1. 4-7; 1 Tim 6, 11-16; Lc 16, 19-31.

 

“Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen” (Lc 16, 29).

 

                Ki’óolal lake’ex ka t’aane’ex ich maya, kin tsik te’ex ki’imak óolal yéetel in puksi’ikal. Bejla’e je’el bix ku ya’alik le Ma’alob Péektsil yéetel xan dso’ok kanik te’ Congreso Eucarístico, le u jáajil  religión’ ku bisko’on k áantik le máax jach káabet ti’ob.

 

 

                Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor. El Simposio Teológico y el VII Congreso Eucarístico Nacional, que vivimos la semana anterior, nos dejaron muchas satisfacciones, alegrías y compromisos para nuestra vida cristiana.

 

                Participaron cerca de cuatro mil personas entre obispos, sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas, seminaristas y laicos, venidos de todos los rincones de México, a quienes vimos alegres, devotos y agradecidos desde el primer momento. En la misa que celebramos en el estadio Carlos Iturralde participaron cerca de quince mil personas, pues se nos unió gente de la mayoría de las parroquias de esta Arquidiócesis de Yucatán.

 

                En la procesión con el Santísimo Sacramento, desde el estadio hasta nuestra Catedral, participaron cerca de siete mil personas que desfilaron con fe, alegría y devoción, aclamando al Señor con vítores, cánticos y oraciones de alabanza. Fue también un gran testimonio de fe el que nos dejaron las familias que esperaban al Señor con sus casas adornadas, para adorarlo a su paso.

 

                Tal como se había anunciado, al final del Congreso se proclamó el compromiso, emanado de nuestro amor a Cristo en la Eucaristía, del cuidado del agua; en favor de nosotros mismos, en favor de quienes no la tienen y de las futuras generaciones; además se concretizó el compromiso en los diez mandamientos para el cuidado del agua.

 

                También se consideraron los compromisos que supone nuestra participación en la Eucaristía, pues quien asiste a la Santa Misa, al salir es enviado a la misión para dar testimonios de su fe en todas las palabras y acciones de su vida; y quien reconoce a Cristo presente en la Eucaristía ha de encontrarlo presente en el hermano, especialmente en el necesitado. Estamos llamados a participar de la Mesa Eucarística, para luego convidar a los pobres a nutrirse de la mesa del pan ordinario, y finalmente llegar a alimentarse de la gran mesa del banquete eterno.

 

                Precisamente en el santo evangelio de hoy según san Lucas, Jesús propone la parábola del pobre Lázaro y el rico epulón, en la cual el rico se vestía de púrpura y telas finas banqueteando espléndidamente cada día; mientras que el pobre Lázaro yacía a la puerta de la casa del rico, cubierto de llagas y ansiando comer las migajas que sobraban de su mesa; pero el rico nunca se preocupó por ayudar al pobre.

 

                El nombre de Lázaro tiene un significado muy hermoso, pues quiere decir: “El ayudado por Dios”. Así pasaba con aquel pobre hombre a quien nadie ayudaba, pero encontraba su apoyo en el Señor para sobrevivir. Es notorio que Jesús no le ponga ningún nombre al hombre rico de la parábola, porque en el ambiente social, la gente rica tiene renombre, con un apellido que solía ser muy conocido. Ahora bien, “epulón”, no es ningún nombre sino un adjetivo que califica a las personas comelonas, que banquetean en abundancia. En cambio, la gente suele ignorar el nombre de los pobres, pues los consideran como personas sin importancia. Aquí vemos una vez más, que los criterios de Dios son muy distintos a los criterios de los hombres.

 

                La consecuencia en la parábola fue que al morir el pobre fue llevado al seno de Abraham, como llamaban los judíos al lugar de salvación; mientras que el rico al morir simplemente fue enterrado. Jesús describe un diálogo que el rico sostiene con Abraham, desde las llamas del lugar de castigo donde se encontraba, hasta el lugar de salvación donde se estaba Lázaro con Abraham. El rico suplicaba que Lázaro fuera enviado a refrescarle la lengua con la punta de su dedo mojado, pero Abraham le dice que no se puede cruzar de un lado a otro, porque hay un abismo infranqueable entre ambos lugares. Como bien sabemos, el cielo se conquista aquí y ahora, y con la muerte acaban nuestras oportunidades de hacer méritos para ganar un lugar junto al Señor.

 

                También aquí en la tierra existe un gran abismo entre ricos y pobres, sin embargo aquí sí es posible cruzar ese abismo. El pobre cruza el abismo cuando no envidia al rico por lo que tiene, alabando día a día al Señor sin amargura, y hasta comparte de lo poco que tiene con otros igual o más necesitados que él.

 

                El rico cruza el abismo cuando respeta a los pobres, tratándolos de igual a igual; cuando paga salarios justos a sus trabajadores; cuando promueve el empleo, arriesgando su dinero; cuando comparte de sus bienes a los necesitados; cuando ayuda al pobre para que sea protagonista de su propio desarrollo; cuando alaba al Señor reconociendo que de Él ha recibido todo cuanto tiene, valorando más los bienes morales y espirituales que los materiales.

 

                En la primera lectura, el profeta Amós amonesta a todos aquellos que practican una falsa religión, en la que sólo importa el culto, sin que éste tenga trascendencia a la vida. Se trata de la gente que vive para pasarla lo mejor que puede, pero en abundancia y derroche, sin tener en cuenta las desgracias de sus hermanos. A esto sentencia el profeta: “Por eso irán al destierro a la cabeza de los cautivos y se acabará la orgía de los disolutos” (Am 6, 7). En el Salmo 145 se nos presenta a un Dios que ama al hombre justo, un Dios que hace justicia al oprimido.

 

                En la segunda lectura, san Pablo exhortaba al joven obispo Timoteo, y ahora nos exhorta el Señor a todos nosotros, si queremos ser hombres y mujeres de Dios, a llevar “una vida de rectitud, piedad, fe, amor, paciencia y mansedumbre” (1 Tim 6, 11), a luchar en el noble combate de la fe para conquistar la vida eterna. Nuestra vida, si es auténticamente cristiana, supone la lucha interior de cada uno de nosotros para vencer toda tentación.

 

                Dice la antífona de la comunión en este domingo: “En esto hemos conocido el amor de Dios: en que dio su vida por nosotros. Por eso también nosotros debemos dar la vida por los hermanos” (1Jn 3, 16). Esta antífona define muy bien la dinámica de la correcta vivencia de la Eucaristía dominical, porque al contemplar en el Santísimo Sacramento del altar, al Dios que da la vida por nosotros, nos comprometemos a darla por nuestros hermanos.

 

                La belleza ontológica de la Eucaristía no está en la hermosura de los cantos, ni en la majestad del templo y sus adornos, ni en una bonita predicación, sino que, aunque faltara o fallara todo lo anterior, el Señor Jesús se nos da en el Sacrificio del altar, y quien entiende esto por la fe se compromete a entregar su propia vida al servicio de su prójimo.

 

                No cabe duda de que, como dice el salmo, “el Señor se ha portado estupendamente con nosotros y estamos alegres” (Sal 125, 3). No hay otra palabra en nuestros labios y en nuestro corazón más que ¡GRACIAS! al Señor por permitirnos celebrar este VII Congreso Eucarístico Nacional; por haber movido los corazones de tantos cristianos para que esto fuera posible.

   

                Mi gratitud con los sacerdotes del equipo coordinador del Congreso, a todos los demás sacerdotes y los diáconos de Yucatán que apoyaron en su realización, a los cientos de personas, religiosas seminaristas y laicos que cooperaron generosa y discretamente en cada uno de los equipos y en cada uno de los momentos.

 

                Gracias a quienes abrieron las puertas de sus hogares para recibir a los hermanos que nos visitaron. Gracias a nuestras autoridades estatales y municipales que nos brindaron todas las facilidades para realizar este Congreso. Gracias a todos los bienhechores. La mejor gratitud es y será tenernos mutuamente presentes en la Eucaristía, que es la Acción de Gracias al Padre, por medio de su hijo Jesús.

 

                Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!

 

 

 

+ Gustavo Rodríguez Vega

Arzobispo de Yucatán