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Escuchen, pues, ustedes lo que significa la parábola del sembrador

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HOMILÍA
XV DOMINGO ORDINARIO
Ciclo A
Is 55, 10-11; Rm 8, 18-23; Mt 13, 1-23.

“Escuchen, pues, ustedes lo que significa la parábola del sembrador” (Mt 13, 18).

 

In láake’ex ka t’aane’ex ich maaya kin tsikike’ex yéetel ki’imak óolal. Le máax ku yu’ubik u T’aan Yuumtsile’, je’el u paajtal u ts’aik uts’il iicho’ob u ti’al u móolik le Paak’alob, Letíe Jesús. Le luuma’ ts’o’ok sem k’astal tiolal u ts’u’util máak. Ko’one’ex kalantik u laklo’on u k-Najil je’e bix u ya’almaj Yuumtsile’, tumen u lúumil u ts’aato’on Yúum.

 

Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor, en este décimo quinto domingo del Tiempo Ordinario.

La Palabra de Dios es viva y eficaz. Ella está actuando en su Iglesia, en todos los hombres y mujeres de buena voluntad. De esta eficacia de la Palabra nos habla hoy el Señor por medio del profeta Isaías, el cual compara la Palabra con la lluvia, que baja del cielo para fecundar la tierra y cumple así con su misión. Dice Dios por medio del Profeta: “Así será la palabra que sale de mi boca: no volverá a mí sin resultado, sino que hará mi voluntad y cumplirá su misión” (Is 55,11).

Muchos pregonan hoy en día que han venido al mundo para ser felices. Pero quienes creemos y sabemos que somos creaturas de Dios, y que Él nos hizo a su imagen y semejanza, entenderemos que más bien Dios nos creó por amor y para amar. Quienes así lo creemos hemos de poner el valor del amor por encima de la búsqueda de la propia felicidad, aceptando con fortaleza los sufrimientos y trabajos que, naturalmente, la vida nos presenta.

Hoy nos dice San Pablo en la segunda lectura, tomada de la Carta a los Romanos: “Considero que los sufrimientos de esta vida no se pueden comparar con la gloria que un día se manifestará en nosotros” (Rm 8, 18). Teniendo la gloria eterna en la mira, que consiste en la felicidad eterna e inimaginable, podemos aceptar por amor cualquier sacrificio, pues al mismo tiempo gozarnos en la esperanza, y en el gozo inmediato que produce el amor al prójimo sin esperar nada a cambio.

Cuando yo era seminarista conocí una mujer mayor de edad que estaba ciega, amputada de una pierna, llagada por los siete años que llevaba ya en cama, y sin embargo sonreía feliz y no se quejaba, y decía: “Yo estoy dispuesta a continuar así todo el tiempo que el Señor lo quiera, y también estoy dispuesta a dejar este mundo cuando el Señor me llame”. Eso se consigue con la fe, la esperanza y la caridad. Por más virtudes humanas que Dios nos haya dado, cultivemos las tres virtudes llamadas teologales, porque conducen de manera inequívoca a nuestro Señor.

Más adelante la Carta a los Romanos nos dice: “La creación está ahora sometida al desorden, no por su querer, sino por voluntad de aquel que la sometió… Pero dándole al mismo tiempo esta esperanza: que también ella misma, va a ser liberada de la esclavitud de la corrupción, para compartir la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rm 8, 19-21). Hoy cada día hay más gente convencida del gran daño que le hemos hecho a nuestra tierra por abusar de los recursos naturales, especialmente desde que inició la era industrial. Pero pocos son los comprometidos en el cuidado de nuestra casa común.

Ojalá todos entendamos desde nuestra fe el deber que tenemos de contribuir al rescate de nuestra casa. Recordemos las palabras del Creador en el libro de Génesis, que le dijo a nuestros primeros padres: “Dominen la tierra” (Gn 1, 28), pero no dijo “destruyan”. Hay empresas que cuidan mucho la naturaleza en su país de origen, pero que luego van y hacen desastres ecológicos en los países pobres. Esto es corrupción que perjudica a la casa de todos.

Al igual que en la lectura del libro de Isaías, Jesús, en el santo evangelio, según san Mateo, nos habla del poder de su Palabra, y se presenta a sí mismo como sembrador de esta semilla en el corazón de los hombres que son la tierra donde ésta cae. San Mateo reúne en el capítulo 13 de su Evangelio una serie de parábolas dichas por Jesús, seguramente, en diversos momentos de su ministerio, abriendo este capítulo precisamente con la parábola del sembrador.

Nosotros decimos que “cada cabeza es un mundo”, y Jesús puede reunir los diferentes ‘mundos’ de acuerdo a la receptibilidad que las personas tienen de su Palabra. Él nos presenta, pues, cuatro tipos de terrenos, que representan a todas las personas: la tierra del camino, el terreno pedregoso, el terreno lleno de espinas y la tierra buena.

Dice Jesús que los que son tierra del camino, son aquellos que escuchan la Palabra como quien va de paso y sin entenderla ni esforzarse en absoluto por escucharla. Creo que muchos que ocasionalmente llegan a escuchar la Palabra en una misa de matrimonio o de quinceañera, en un Bautismo, viendo el reloj, consultando el celular, pensando en cualquier otra cosa, seguramente son tierra de camino. De ellos dice Jesús: “A todo hombre que oye la palabra del Reino y no la entiende, le llega el diablo y le arrebata lo sembrado en su corazón” (Mt 13, 19).

El terreno pedregoso es el de aquellos que escuchan la Palabra con entusiasmo, pero sin perseverancia. Dice Jesús que en esta categoría se refiere: “Al que oye la palabra y la acepta inmediatamente con alegría; pero, como es inconstante, no la deja echar raíces, y apenas le viene una tribulación o una persecución por causa de la palabra, sucumbe” (Mt 13, 20-21). La Palabra hay que escucharla una y otra vez, meditarla, orar con ella y tomar el propósito de llevarla a la práctica. De otro modo podemos ser, como dicen en algunos pueblos de México: “Llamarada de petate”, que arde un momento y pronto se apaga.

Un terreno espinoso puede ser el de aquella persona que continúa entre las espinas de ciertas compañías, sin alejarse de ciertos ambientes, que fácilmente puede dejarse influir por su afán de dinero. Jesús lo dice con pocas y sencillas palabras, que el terreno entre espinas es: “Aquel que oye la palabra, pero las preocupaciones de la vida y la seducción de las riquezas la sofocan y queda sin fruto” (Mt 13, 22).

Finalmente vienen los que son tierra buena porque reciben la Palabra, la entienden y dan fruto, aunque unos dan más que otros. La vida cristiana debe ser, ante todo, un camino hacia la santidad; un camino que en ocasiones tiene sus ‘cuesta arriba’, junto con sus grandes dificultades; pero un camino que, si se emprende con decisión, generosidad, alegría y entusiasmo, todos podemos realizarlo y gozarlo sabiendo cuál es nuestro destino final, disfrutando desde ahora del amor de Dios y compartiéndolo con los hermanos.

Repito algo de lo dicho en la Basílica de Guadalupe en la misa de nuestra peregrinación diocesana anual: “Por más hermosas que sean nuestras tradiciones, como la de pertenecer a un gremio o como la de los antorchistas, eso no será camino cristiano de santidad si no hay vida sacramental, si no hay confesión y comunión frecuente, si no hay asistencia a la Eucaristía dominical, si no hay oración frecuente y lectura meditada de la Palabra de Dios y, sobre todo, si no vivimos una vida acorde con nuestra fe, pues no seremos tierra fértil, no estaremos en el camino de la santidad”.

Que, bajo el amparo de Santa María de Guadalupe, todos trabajemos nuestra tierra para disponerla a escuchar la Palabra del Señor, leída y meditada en la Sagrada Escritura, pero también en los acontecimientos de la vida diaria.

Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!

 

+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán